Lecciones de una carrera
13 de febrero de 2013
KamikaZEN
El 10 de febrero de 2013 corrí una carrera que había estado esperando con mucha ilusión, The Run Race México.
No es que la carrera en sí fuera tan especial, sino que desde el año pasado me inscribí en ella para que fuera parte de mi celebración de cumpleaños.
Desde que colgamos es nuevo calendario marqué el día y comencé a esperar con ansias.
Desde la noche anterior seguí mi ritual de siempre y preparé todo mi equipo.
Finalmente llegó el día tan esperado. Debo confesar que tenía expectativas muy altas, después de todo había estado entrenando intensamente y me sentía listo para romper mi record personal.
Mi esposa y yo nos encontramos con varios amigos del grupo de Trotadores Entusiastas con quienes charlamos hasta que nos llamaron a nuestros respectivos bloques de salida.
Arrancamos llenos de adrenalina y comenzamos a recorrer una ruta poco común pero muy hermosa que nos llevó por las partes poco visitadas del bosque de Chapultepec, subiendo hacia el monte y rodeada de árboles.
Durante los primeros 5 kilómetros fui reservando energías y atacando las pendientes a paso firme y sin desbocar, después de todo el regreso era prácticamente de bajada continua; ahí es en donde pensaba apretar el paso para remontar lugares.
Todo funcionó a la perfección… hasta que llegué al kilómetro 5. De pronto la ruta se volvió casi un tobogán (más tarde descubrí que la pendiente bajaba 50 metros en menos de un kilómetro).
Fue justamente ahí en donde cometí un error de cálculo, aunque solo lo descubrí después.
Soy un corredor urbano; mi entrenamiento diario es en las calles de la ciudad. Esto es algo que me ha dado fuerza y resistencia en carrera de distancia, pero que me ha dejado con un gran hueco en mi arsenal.
Mi forma al descender pendientes muy inclinadas es terrible, aunque hago todo lo posible por recordar lo que me han enseñado al respecto, siempre dejo que mis instintos le ganen a la razón y termino aporreando el pavimento, peleando en contra de la gravedad en vez de aprovecharla a mi favor.
A pesar de ello, y en contra de todo mi buen juicio, me dejé ir hasta alcanzar un pace de 5 minutos por kilómetro (mi pace rápido en carrera es de 5:30) y bajé ese kilómetro a toda velocidad.
Cuando finalmente llegamos a terreno nivelado en el kilómetro 6, me sentía en excelente forma y hasta ligeramente eufórico, sin embargo pronto me arrepentiría de no haberme hecho caso cuando debía.
Pocos metros antes de llegar al kilómetro 8 comenzó a dolerme la rodilla izquierda. Al principio solo fue una leve punzada, pero en menos de 500 metros se convirtió en un dolor intenso que me obligó, por primera vez en todo el tiempo que llevo participando en carreras, a detenerme a la orilla del camino para masajear la zona y tratar de disminuir el dolor.
Volví a trotar durante algunos metros pero rápidamente me vi obligado a hacer algo que tampoco había hecho antes, caminar durante una carrera.
Los corredores somos criaturas extrañas; por un lado disfrutamos la naturaleza solitaria y personal de nuestro deporte, y por otro tenemos un espíritu orgulloso y altamente competitivo que nos empuja siempre a retarnos una y otra vez. Ese espíritu se sintió terriblemente herido ese día al ver como los demás corredores pasaban a mi lado mientras yo maldecía a mi rodilla.
Varias veces estuve a punto de mandarlo todo al diablo y correr aún en contra de mi propio cuerpo, lo único que me detuvo fue la certeza de que si lo hacía seguramente terminaría con una lesión grave que echara por tierra los meses de entrenamiento para mi primer medio maratón. Así que me tragué mi orgullo y continué caminando.
400 metros después, por fin sentí la rodilla lo suficientemente fuerte como para evitar la humillación de cruzar la meta caminando. Comencé a correr poco a poco y a ganar velocidad, siempre tratando de mantenerme justo en la delgada línea que separaba un dolor fuerte de uno insoportable y, entre gruñidos y recitando el mantra «soldier on, soldier on», finalmente crucé la meta en 58:55, corriendo a un pace de 6:32 por kilómetro.
El dolor se mantuvo lo suficientemente leve como para casi olvidarme de él mientras recogía mi medalla y compartíamos abrazos, felicitaciones y fotos con nuestros amigos.
Ya en casa y una vez que se enfriaron las piernas, me di cuenta de la magnitud del castigo que le propiné a mis rodillas. El dolor, si bien nunca se volvió insoportable, si fue intenso al grado de tener que bajar las escaleras apoyándome solo en la pierna derecha.
El análisis posterior de la ruta y mi desempeño me aclaró muchos de los puntos que ya mencioné, pero que durante la carrera aún no sabía:
Solo en este punto me hice realmente consciente de lo cerca que estuve de provocarme una lesión fuerte que no solo habría dado al traste con mis planes de correr un medio maratón este año, sino que muy posiblemente me habría alejado de correr por una buena temporada.
Afortunadamente todo quedó en una inflamación por estrés, fácilmente tratable con el viejo método RICE (Rest, Ice, Compression, Elevation).
Un poco de hielo, una semana de descanso, una venda de compresión en la rodilla y mantenerla elevada en reposo, todo acompañado de mi buen amigo Ibuprofén.
Al final del día esta carrera definitivamente no acabó precisamente como yo hubiera deseado, sin embargo me permitió aprender tres lecciones importantes:
1- Mi cuerpo ya no es tan joven como antes
Cuando decidí no hacerle caso a mi experiencia y lanzarme a toda velocidad en esa pendiente, lo hice confiando en que mi cuerpo sería capaz de soportar el castigo como si fuera el de un jovencito de 30 años, no el de un hombre de 48.
Mis articulaciones aún son muy fuertes, pero ya no pueden recuperarse tan rápidamente como antes. Si quiero poder disfrutar correr durante tantos años como deseo, tengo que empezar a tratarme como un auto clásico y no como un jeep todo terreno.
Esto no implica que empiece a correr con miedo y deje de disfrutarlo, por el contrario. Solo significa que tengo que darle a mi cuerpo el mantenimiento y la protección necesarios para poder someterlo a nuevos y mayores retos.
A partir de hoy tengo que llegar a la batalla como un viejo guerrero que confía en su experiencia, preparación y estrategia y no como el joven que se lanza a pecho descubierto, confiando en que su suerte y destreza de algún modo lo sacarán adelante.
2- El significado de las palabras ‘síndrome patellofemoral’ y sus síntomas
El nombre médico suena intimidante, casi digno de una de esas escenas de televisión en la que el médico entra a la sala en donde esperan todos los familiares preocupados y, con cara de ‘ya no podemos hacer nada por él’, dice «lo lamento, es síndrome patellofemoral.»
La realidad, como pasa habitualmente, es mucho menos dramática. Tan solo se trata del desgaste normal de las rodillas, acelerado en parte por el ejercicio intenso. No en balde se le conoce por el alias más amable de «rodilla de corredor».
Si, se trata de uno más de esos dolores comunes entre los atletas como el famoso «codo de tenista» o la «muñeca de beisbolista».
¿Qué implica esto para mi? Básicamente lo que ya dije en el punto anterior, que tengo que ser más cuidadoso con mi cuerpo y más específico en mi entrenamiento. En particular tengo que trabajar para fortalecer las piernas (sobre todo el cuadriceps), mejorar mi elasticidad y revisarme periódicamente buscando signos de artritis (meramente como precaución).
También tendré que comenzar a correr con una funda de compresión para mantener la rodilla caliente y darle apoyo adicional, al menos mientras se fortalecen los músculos y se desinflaman los tendones y ligamentos.
3- Aprender a hacerle caso a mi cuerpo y a mi experiencia cuando tratan de decirme algo
Desde que llegué a la cima de la colina me di cuenta que la pendiente era mucho más inclinada de lo que yo esperaba, y sabía perfectamente que mi punto débil es precisamente ese tipo de terreno. Aún así me dejé llevar por el impulso del momento y terminé pagando las consecuencias.
Mi mente me decía «–Baja la velocidad, inclínate hacia el frente, no luches contra la gravedad…» y yo seguía inclinado hacia atrás, bajando a toda velocidad y recibiendo todo el impacto en las rodillas.
Mi cuerpo trataba de compensar y mis rodillas se quejaban por el esfuerzo, pero yo seguí adelante.
¿Qué gané al final? unos pocos minutos de ventaja, mismos que perdí con creces en cuanto todos los corredores que había dejado atrás y muchos que venían detrás de mi me rebasaron.
¿Podría haber hecho las cosas de otra forma? Si, podría haberme hecho caso y bajar la colina menos velocidad pero con pleno control y siempre monitoreando mi cuerpo. Posiblemente mi pace no habría sido tan espectacular, pero habría podido llegar en perfectas condiciones y aprovechar mi energía en el terreno que si domino.
Seguramente habría logrado romper mi récord… y lo más importante, no tendría que pasar una semana sentado con una compresa de hielo en la rodilla en vez de disfrutando lo que más amo, correr por las calles de madrugada.
Como dijo alguna vez el Dalai Lama; «Cuando pierdas, no pierdas la lección.»
Espero que esta experiencia me haya permitido volverme, si no más sabio, al menos un poco menos atrabancado1 que antes. 😉
Grácias, Héctor, por tu sugerencia de cambiar tonto por atrabancado. 🙂 ↩