Me encanta correr. Trotar por las calles antes de que salga el sol es uno de los momentos que más disfruto del día. Es también es una de las cosas que más ha permitido aprender sobre como meditar.

Nunca fui un gran deportista… es más, nunca fui ni siquiera un mal deportista, punto.

Aunque me gustaba caminar y hacer trekking, jamás me gustó practicar atletismo, fútbol, basquet… ni siquiera para jugar quemados era bueno.

Comencé a caminar, y luego a correr, sin darme cuenta.

Un día una buena amiga nutrióloga me puso a dieta y me pidió que hiciera treinta minutos de caminata al día. Caminar se transformó en trotar, trotar en cami-correr… para cuando me di cuenta ya estaba participando en carreras de esas en las que hasta medalla, agua, plátano y bebida isotónica te dan al terminar. 😉

Tampoco me considero un gran meditador, mi atención tiende a ser tan dispersa como la de un gato frente a una ventana llena de pájaros revoloteando.

Sin embargo puedo decir que lo que me permitió aprender a meditar fue que también lo hice muy poco a poco. Simplemente comencé por acostumbrarme a respirar profundamente para calmarme cuando estaba nervioso, luego a sentarme un momento en silencio, y así se le fui agarrando el gusto hasta que me di cuenta que ya estaba meditando diariamente.

Algo que recuerdo muy bien es el momento en que llegué a esa frontera en la que  apenas comenzaba a disfrutar correr y comencé a pensar que de verdad podía ser corredor “de a deveras“.

De pronto mi mente se volvió mi peor enemigo, siempre atenta a las historias de grandes corredores, ultra-maratonistas, ironmen y demás, haciéndome notar lo totalmente inalcanzables que eran sus logros para mi.

“Ellos, –decía esa vocecita interior con tono de burla,– si son verdaderos corredores. A su lado tu no eres mas que un pobre amateur.”

Esa vocecita me persiguió durante varios meses hasta que me decidí a correr mi primer 5K, cruzar esa meta fue el momento en que pude decirle a esas voces;

“SI, tal vez sea un amateur, pero no estoy corriendo para llegar a la meta. No necesito correr contra nadie, no necesito romper ningún récord, solo corro para disfrutar el estar conmigo mismo.

Desde ese día las voces se callaron y comencé a disfrutar verdaderamente el simple gusto de correr.

Lo mismo me pasó con la meditación.

Cuando empecé a disfrutar meditar me entusiasmé mucho, la novedad y lo bien que me hacía sentir hizo que de verdad creyera que podía llegar a meditar “correctamente“.

Por supuesto que empecé a leer sobre aquellos yoguis que pasaban años enteros sumidos en trances meditativos, maestros Zen que de una sola mirada sabían cuantas hojas había en una rama de árbol o lamas tibetanos cuya atención es capaz de detectar el espacio entre la cesación de un pensamiento y el surgimiento del siguiente.

Y la vocecita volvió a surgir desde lo profundo para decirme en el mismo tono burlón; “Mira, esos SI son verdaderos meditadores.”

Durante años luché contra esa vocecita hasta que me di cuenta que, igual que con el correr, la meditación no tiene por que ser una competencia, nadie está cronometrando tiempos ni midiendo mi avance para calificarme.

Tal y como los ultra-maratonistas no nacieron corriendo un kilómetro en 4 minutos, esos grandes meditadores de los que tanto escuchamos tampoco nacieron meditando. Ambos comenzaron por el simple hecho de intentarlo… fue la práctica constante la que los llevó a alcanzar esos grandes logros.

Por muy poco que corras ya llegaste más lejos que todos los que se quedaron en el sillón.

Por muy poco que medites, ya lograste calmar tu mente más que quienes ni siquiera saben que existe la meditación.

Lo más importante que he aprendido es que no importa si llegas a la meta antes o después que los demás, porque al final siempre habrá nuevas metas que cruzar.

Cuando dejamos de obsesionarnos con llegar a algún lugar nos damos la oportunidad de observar el paisaje a nuestro alrededor.

Entonces empezamos a disfrutar cada momento y cada meta tan solo como una parte más del camino… y a disfrutar el viaje.