Es un día como cualquier otro, o al menos eso crees hasta que la realidad comienza a descoserse por las orillas y nada de lo que habías imaginado sale como esperabas.

Planeaste hasta el último detalle para que el día de la carrera sea perfecto. Decides llegar temprano para poder dejar tus cosas en el guardarropa, ir al baño, calentar con calma y poder colocarte en un buen lugar para la salida… y ese mismo día alguien organizó una marcha. No solo llegas tarde sino que además tienes que salir sin calentar y aventándole tus cosas a tu acompañante (si es que alguien iba contigo) porque ya pasó el disparo de salida y el reloj está corriendo, todo esto a pesar de que saliste de tu casa una hora antes que de costumbre.

Llegas al trabajo y, antes de que puedas darle el primer sorbo a tu café, abres tu correo y encuentras un mensaje de un cliente –con copia a tu jefe– reclamando que nuca le llegó el pedido que enviaste hace quince días… ¿Ya no se acuerda que le diste un tiempo estimado de entrega de seis a ocho semanas? A posponer todo lo importante para solucionar la crisis que acaba de surgir.

Tienes tu calendario de entrenamiento perfectamente calculado para llegar en tu mejor forma a ese maratón que has deseado correr por años, y justo en el punto más crítico te encuentras un bache en la pista y te lastimas la rodilla.

Llega la hora de comer y, justo cuando estás por levantarte de tu escritorio, alguien decide que es el momento perfecto para discutir contigo los detalles de ese proyecto que llevas semanas tratando de ver con él… en horas de trabajo.

Y así a lo largo de la vida, tus maravillosamente detallados planes de como aprovechar el tiempo se van quedando en un hermoso recuerdo y comienzas a preguntarte si el universo tiene algo personal contra ti.

¿Te suena familiar?

Aunque a veces pareciera que alguna fuerza sobrenatural ha decidido hacernos la vida pesada solo por diversión, lo cierto es que tan solo somos víctimas de nuestro propio apego a las expectativas que generamos.

Tenemos una idea muy clara de lo que deseamos hacer y nos aferramos a ella con uñas y dientes. Por supuesto que en cuanto surge cualquier obstáculo todo nuestro sistema entra en modo «alerta roja» y busca a toda costa regresar a la ruta que tan cuidadosa y detalladamente establecimos.

¿Te imaginas lo que pasaría si el capitan de un avión decidiera pasar por en medio de un huracán con tal de conservar el curso que marcó en su plan de vuelo en vez de buscar una ruta alterna? Nosotros actuamos exactamente así.

La angustia y enojo que esto nos produce nos hace concentrar toda nuestra atención en tratar de arreglar lo que no tiene arreglo… y olvidamos por completo levantar la vista y observar el panorama completo.

Estamos tan enfrascados en ganar una batalla perdida que se nos olvida que a veces la mejor manera de arreglar las cosas es NO TRATAR DE ARREGLARLAS.

Si, aunque parezca increíble, a veces lo mejor que podemos hacer es respirar profundamente, dar un paso atrás, y volver a acomodar las cosas de acuerdo a las nuevas circunstancias.

No digo que no sea útil y hasta necesario hacer planes, pero tenemos que estar consientes que todo cambia, y que si no estamos listos para reaccionar con apertura y flexibilidad ante ello lo único que conseguiremos será generar aún más angustia y enojo… tanto en nosotros como en quienes nos rodean.

¿No preferirías dedicar toda esa energía en vivir más tranquilo y feliz?

Yo si. 😉